46

Canastos y frascos

Una grabación original de este discurso está disponible en churchhistorianspress.org (por cortesía de la Biblioteca de Historia de la Iglesia).

Conferencia General anual

Tabernáculo, Manzana del Templo, Salt Lake City, Utah

6 de abril de 1996


Tanto por sus palabras como por su liderazgo, Chieko Nishimura Okazaki (1926–2011) atrajo una mayor atención hacia los miembros de la Iglesia a nivel mundial. Cuando se unió a la Mesa Directiva General de las Mujeres Jóvenes en 1961, la hermana Okazaki se convirtió en la primera persona de raza no caucásica en tener un llamamiento en la Iglesia a nivel general. También fue la primera mujer que sirvió en las mesas directivas generales de las tres organizaciones auxiliares de las mujeres: Mujeres Jóvenes, de 1961 a 1966; Primaria, de 1988 a 1990; y Sociedad de Socorro, de 1990 a 19971. Cuando su esposo, Edward Okazaki, organizó la nueva Misión Japón Okinawa, en 1968, Chieko fue presidenta de las organizaciones auxiliares de la misión, tanto de la Sociedad de Socorro como de las Mujeres Jóvenes y la Primaria2.

Chieko Okazaki creció en el seno de una familia budista de ascendencia japonesa que trabajaba en las plantaciones de Hawái. La familia se sacrificó para darle una educación, y la formación académica se convirtió en su forma de vida. Hatsuko Nishimura, madre de la hermana Okazaki, se vio obligada a abandonar la escuela en sexto grado, después de la muerte de su propia madre. Para ayudar a financiar la educación de su hija, ella y otros miembros de la familia —su esposo, Kanenori, y sus dos hijos— complementaron los ingresos que recibían por su trabajo en la plantación haciendo sandalias japonesas, o zoris, con hojas de hala, que vendían a cincuenta centavos el par3.

Habiendo asistido primero a las reuniones de la Iglesia de los Santos de los Últimos Días a los once años de edad, decidió unirse a ella a los quince, y poco después se fue de casa para trabajar como asistenta doméstica a fin de pagarse la escuela secundaria4. Vendió joyas para Sears Roebuck y trabajó como secretaria en el consulado sueco para pagar su título en Educación por la Universidad de Hawái, en Honolulú5. También obtuvo una maestría en Educación por la Universidad del Norte de Colorado en 1977, y un título en Administración Educativa por la Universidad Colorado State en 19786. Fue maestra de escuela primaria en Maui, Hawái; en Salt Lake City, Utah; y en Littleton, Colorado; y durante diez años fue la primera directora de la escuela elemental Sunrise, en Littleton7.

Ya a los quince años de edad, la hermana Okazaki era consciente de la complejidad de su condición étnica y cultural. Preocupadas por el modo en que otras personas las percibirían tras el bombardeo de Pearl Harbor, Hawái, por parte de tropas japonesas, la hermana Okazaki y su madre juntaron y quemaron todos los recuerdos de Japón que poseían. Pero entonces se miró al espejo y contempló su rostro japonés. Y pensó: “Yo nunca he puesto un pie en Japón, no me siento japonesa. Si llegase un submarino japonés y los soldados japoneses desembarcasen en nuestras playas, yo huiría de ellos. Pero no puedo huir de mí misma. Mis ojos, mi piel y mi cabello son japoneses”8. Poco después de contraer matrimonio con Edward Okazaki, el 18 de junio de 19499, la pareja se trasladó a Utah para que Ed pudiera estudiar Trabajo Social en la Universidad de Utah10. La hermana Okazaki se describía a sí misma y a su esposo como “japoneses de ascendencia, hawaianos de nacimiento y estadounidenses continentales de residencia… Podíamos reivindicar tres culturas, pero sentíamos que no pertenecíamos completamente a ninguna de las tres”11. Ella hizo frente al racismo durante toda su vida. La hermana Okazaki comenzó a enseñar en la escuela elemental Uintah, en Salt Lake City, en septiembre de 1951, poco después de la Segunda Guerra Mundial, cuando el sentimiento antijaponés seguía muy vivo en los Estados Unidos. Tres de las madres se negaron a permitir que sus hijos estuvieran en su clase de segundo grado, pero la hermana Okazaki pronto se las ganó, radiante en su primer día con un vestido fucsia y una flor en el pelo. Al final, las tres madres preguntaron si sus hijos podrían estar en la clase de la hermana Okazaki12.

La hermana Okazaki trabajó reiteradamente para fomentar la unidad sin importar el idioma o las barreras culturales. Por ejemplo, después de unirse a la Presidencia General de la Sociedad de Socorro en 1990, sintió un fuerte deseo de comunicarse con los miembros de la Iglesia en el idioma de ellos. Antes de viajar a otros países escribía sus discursos, y el Departamento de Traducción de la Iglesia los traducía a los idiomas español, tongano y coreano; luego ella practicaba y practicaba la manera de pronunciarlos. El coreano en particular supuso un desafío para ella. Sunae Mackelprang, cuyo esposo, Gary, tradujo el discurso, lo grabó para que la hermana Okazaki pudiera reproducirlo una y otra vez y aprenderse así la pronunciación13. No obstante, le costaba pronunciar las palabras de manera inteligible, y se preguntaba si no sería mejor desistir y contar con un traductor. Se sintió inspirada a escribir el discurso en caracteres hiragana, unos símbolos del idioma chino que también usan los japoneses; después de aquella minuciosa labor, por fin le encontró sentido a la pronunciación, la estructura gramatical y la entonación. Los que la escucharon pudieron entender el discurso y quedaron asombrados y complacidos de que ella hubiera podido darlo sin un traductor14.

En 1996, la hermana Okazaki supervisó los cursos de estudio de la Sociedad de Socorro, la historia de la Sociedad de Socorro y a líderes y maestras visitantes, entre otros programas15. Pronunció el siguiente discurso sobre la unidad y la diversidad durante la sesión del sábado por la mañana de la conferencia general.

Chieko N. Okazaki

Chieko N. Okazaki durante un discurso en la conferencia general. 1996. La hermana Okazaki fue una escritora prolífica y una popular oradora. Habiendo sido maestra y directora en una escuela primaria, con frecuencia empleaba ayudas visuales cuando hablaba. Fotografía por Welden C. Anderson. (Biblioteca de Historia de la Iglesia, Salt Lake City).

Mis queridos hermanos y hermanas, ¡aloha! En febrero me regocijé con ustedes cuando el número de miembros de la Iglesia fuera de los Estados Unidos sobrepasó ligeramente al número de miembros en este país16. Ese leve cambio es un indicador importante del carácter internacional de la Iglesia. Pensé en las palabras de Pablo a los gálatas: “Ya no hay judío, ni griego; no hay esclavo, ni libre; no hay varón, ni mujer; porque todos vosotros sois uno en Cristo Jesús”17. Esta semana celebro el aniversario número cincuenta y cuatro de mi bautismo. Las personas como yo, que somos conversas, conocemos la promesa de Pablo: “Porque por un solo Espíritu fuimos todos bautizados en un cuerpo”18.

Hermanos y hermanas, hoy deseo hablar de la hermosa unidad que compartimos en el Evangelio. Hace tres semanas regresé de una gira por Filipinas, Australia, Nueva Zelanda, Tonga y Fiyi, donde la hermana Susan Warner y yo participamos en la capacitación de líderes19. Asignaciones anteriores me llevaron a México, Honduras, Guatemala, Samoa, Corea y Japón.

En todos esos lugares trabajamos arduas y largas horas. La gente nos decía: “¡Cuánto deben haberse cansado!”. Por el contrario, sentimos que fuimos sostenidas “como en alas de águila”20 porque hemos visto a las hijas de Sion “[despertar] y [levantarse]... y [vestir sus] ropas hermosas”21 en respuesta a las buenas nuevas del Evangelio. Enseñamos, pero también aprendimos; y este es el punto que deseo subrayar.

La lección más importante fue que realmente todos somos uno en Cristo Jesús22. Somos uno en el amor que recibimos del Salvador; somos uno en nuestro testimonio del Evangelio; somos uno en fe, esperanza y caridad; somos uno en nuestra convicción de que el Libro de Mormón es la palabra inspirada de Dios; somos uno al apoyar al presidente Hinckley y a las demás Autoridades Generales23. Somos uno al amarnos los unos a los otros.

¿Somos perfectos en alguno de estos aspectos? No. Todos tenemos mucho que aprender. ¿Somos exactamente iguales en alguna de estas cosas? No. Cada uno se encuentra en un punto diferente de su viaje de regreso a nuestro Padre Celestial. ¿Dejaron los judíos y los griegos a los que Pablo se dirigió en su epístola a los gálatas, de ser judíos y griegos cuando se bautizaron? ¿Dejaron los hombres de ser hombres y las mujeres de ser mujeres? No. Sino que todos “[habían] sido bautizados en Cristo” y “de Cristo [estaban] revestidos”24.

Nefi explica este mismo principio en los siguientes términos: El Salvador “invita a todos… a que vengan a él y participen de su bondad; y a nadie de los que a él vienen desecha, sean negros o blancos, esclavos o libres, varones o mujeres… y todos son iguales ante Dios”25.

Dios nos ha otorgado muchos dones, una gran diversidad y muchas diferencias, pero lo fundamental es lo que sabemos los unos de los otros: que todos somos Sus hijos. Nuestro desafío como miembros de la Iglesia es aprender los unos de los otros para que nos amemos mutuamente y progresemos juntos.

Las doctrinas del Evangelio son indispensables; son esenciales, pero su envoltura es optativa. Permítanme compartir un ejemplo sencillo para ilustrar la diferencia que hay entre las doctrinas de la Iglesia y la variada aplicación cultural de las mismas. Este es un frasco de melocotones (duraznos) de Utah, envasados por un ama de casa del lugar para alimentar a su familia durante la temporada de nieves. Las amas de casa hawaianas no envasan la fruta en frascos; ellas recolectan suficiente fruta para unos días y la guardan en canastos como este para sus familias. Este canasto contiene un mango, bananas, una piña y una papaya. He comprado esta fruta en un supermercado de Salt Lake City, pero podría haber sido recolectada por un ama de casa polinesia para su familia en un clima que permite que la fruta madure durante todo el año.

El canasto y el frasco de vidrio son recipientes distintos, pero el contenido es el mismo: fruta para una familia. ¿Es bueno el frasco y malo el canasto? No. Los dos son buenos; son recipientes adecuados para la cultura y las necesidades de la gente, y ambos son apropiados para lo que contienen, que es el fruto de la tierra.

Ahora bien, ¿cuál es ese fruto? Pablo nos dice: “… el fruto del Espíritu es: amor, gozo, paz, longanimidad, benignidad, bondad, fe, mansedumbre [y] templanza”26. En la hermandad de la Sociedad de Socorro y de los cuórums del sacerdocio, en la reverencia de la reunión en la que participamos de la Santa Cena, el fruto del Espíritu nos une en amor, gozo y paz, ya sea que la Sociedad de Socorro esté en Taipei o en Tonga, ya sea que el cuórum del sacerdocio esté en Montana o en México, o que la reunión sacramental tenga lugar en Fiyi o en Filipinas.

En todo el mundo, como hermanos y hermanas en el Evangelio, podemos aprender los unos de los otros, unirnos más estrechamente y aumentar en amor mutuo. Nuestra unidad aumenta gracias a lo que tenemos en común en todo el mundo, que son las doctrinas y las ordenanzas del Evangelio, nuestra fe en el Salvador, nuestro testimonio de las Escrituras, nuestra gratitud por la guía que recibimos de los profetas vivientes y la percepción que tenemos de nosotros mismos como personas que se esfuerzan por ser santas. Estos son los principios del Evangelio.

Seamos sensibles a los inmutables y poderosos principios fundamentales del Evangelio. Comprendamos que son lo más importante. Establezcamos un cimiento firme sobre esos principios. Y entonces, cuando desciendan las lluvias y lleguen las inundaciones, nuestra casa estará “fundada sobre la roca” y no caerá27.

Y habiendo edificado sobre ese sólido cimiento, regocijémonos los unos con los otros, escuchémonos los unos a los otros, aprendamos los unos de los otros y ayudémonos mutuamente a poner en práctica esos principios a medida que hacemos frente a nuestras diversas circunstancias, nuestras diferentes culturas y nuestras diferencias generacionales y geográficas.

Llevo seis años escuchando a las hermanas de la Sociedad de Socorro de la Iglesia y he aprendido mucho de todas ellas. He aprendido de madres divorciadas que luchan por criar a sus hijos ella solas. He aprendido de mujeres solteras que anhelan casarse, pero no se casan; de mujeres que desean hijos, pero no pueden tenerlos; de mujeres expuestas al peligro constante de ser maltratadas emocional y físicamente en su hogar. He aprendido de mujeres que trabajan en casa y de mujeres que trabajan fuera de casa. He aprendido de mujeres que tienen dependencia a los fármacos, que han sido víctimas de abuso sexual en la niñez o padecen enfermedades crónicas.

No muchas de ellas pensaban que me hacían un obsequio; la mayoría pensaba que me pedía ayuda. Pero todas ellas han sido una bendición para mí al escucharlas y aprender de ellas.

Cuando fui llamada a la Presidencia General de la Sociedad de Socorro, este mes hace seis años, el presidente Hinckley me dijo: “Usted trae una cualidad singular a esta presidencia. Será reconocida como representante de los que viven fuera de las fronteras de los Estados Unidos y de Canadá o, por así decirlo, como portavoz en todo el mundo de los miembros de la Iglesia en muchos, muchísimos países. Ellos verán en usted una representación de su unidad con la Iglesia”. Me dio una bendición para que se desatara mi lengua cuando hablara a la gente28.

Presidente Hinckley, deseo dar testimonio al Señor, ante usted y ante esta congregación, de que su consejo y su bendición se han cumplido al pie de la letra.

Yo no hablo coreano, ni español, ni tongano; pero cuando recibí la asignación de visitar a las hermanas de la Sociedad de Socorro y a sus líderes del sacerdocio en los países donde se hablan esos idiomas, me invadió el gran deseo de hablarles en su propia lengua. Saqué fortaleza de las palabras de consuelo y de la bendición que me dio el presidente Hinckley. Con la ayuda del Departamento de Traducción de la Iglesia y de las personas que pasaron horas trabajando conmigo, fui bendecida y pude pronunciar mis discursos en español, coreano y tongano cuando visité a los hermanos que hablan esos idiomas29. Pude sentir que el Espíritu llevaba mis palabras al corazón de esas personas, y pude sentir que “el fruto del Espíritu”30 me devolvía su amor, su gozo y su fe. Pude sentir que el Espíritu nos hacía uno.

Hermanos y hermanas, ya sean sus frutos melocotones o papayas, ya sea que los guarden en frascos o en canastos, les damos las gracias por ofrecerlos con amor. Padre Celestial, concédenos ser uno y ser Tuyos31; lo ruego en el sagrado nombre de nuestro Salvador, Jesucristo. Amén.

Cite this page

Canastos y frascos, En el Púlpito, accessed 20 de abril de 2024 https://www.churchhistorianspress.org/at-the-pulpit/part-4/chapter-46