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Decisiones y milagros… Y ahora veo

Una grabación original de este discurso está disponible en churchhistorianspress.org (grabación por cortesía de la Conferencia de la Mujer de BYU).

Conferencia de la Universidad Brigham Young para la Mujer

Edificio N. Eldon Tanner, Universidad Brigham Young, Provo, Utah

27 de abril de 2000


Irina Valentinovna Kratzer (n. 1965) pasó los siete primeros años de su vida en Kazán, Rusia, con sus padres, Minareta Kotova y Valentin Kotov, que eran médicos1. Luego la familia se trasladó a Barnaul, Siberia, donde Kratzer asistió a la Facultad de Medicina y llegó a ser cardióloga2. La hermana Kratzer contrajo matrimonio con un cirujano y tuvo una hija, Anastasia Davydova3. La Medicina no era un campo lucrativo, y los meses pasaban sin que el hospital pagara las nóminas4. En 1996, tras divorciarse de su agresivo esposo, la hermana Kratzer dijo sentirse exhausta e inútil, ya que hacía horas extras en turnos de noche tratando de mantener a su madre y a su hija con un salario precario. A veces, los pacientes de la hermana Kratzer le regalaban leche y alimentos en señal de gratitud5. Su madre y ella también cultivaban alimentos en la dacha de sus padres, una pequeña casa de campo a tres horas de distancia en autobús y tranvía6. La hermana Kratzer se había criado en un entorno fuertemente ateo, y no creía en Dios. No obstante, una noche se aventuró a preguntar: “Está bien, Dios; si estás ahí, simplemente házmelo saber, porque seguramente ni siquiera te importo. ¿Quién soy yo para ti, una pequeñez aquí, tratando de sobrevivir?”7.

Unas semanas después, en agosto de 1996, la hermana Kratzer conoció a un hombre que le daría a conocer la Iglesia y la ayudaría a viajar a los Estados Unidos para estudiar inglés. En los Estados Unidos, la hermana Kratzer no solo tuvo que aprender la terminología médica en una segunda lengua, sino que tuvo que aprender nuevas tecnologías y otros enfoques de la Medicina. Hizo un curso de preparación de exámenes y estudió doce horas al día durante tres meses para presentarse al primero de los cuatro exámenes estatales; fue la única de la clase que aprobó el primer examen. Ocho meses después de su llegada a Utah, en abril de 1998, Irina se casó con Tay Kratzer. Al momento de contraer matrimonio, Tay tenía tres hijos pequeños. Anastasia, la hija de la hermana Kratzer, se había quedado con su abuela en Siberia, y el día después de su boda, los Kratzer presentaron la solicitud para que Anastasia pudiera ir a Utah8.

Después de su matrimonio, la hermana Kratzer decidió dejar de ejercer la medicina. Era maestra en una Sociedad de Socorro de Orem, Utah, cuando se la invitó a hablar en la Conferencia de la Universidad Brigham Young para la Mujer. Su esposo la ayudó con el idioma en el siguiente discurso, que ella escribió en inglés9.

Hubo un momento en mi vida en que me conmovieron el amor y la luz de Cristo. Desde entonces, mi vida cambió para siempre.

Sé lo que es vivir sin el Evangelio. Yo viví así treinta años. Nací en Rusia, de buenos padres que me cuidaron con amor y ternura, y me dieron la oportunidad de recibir una buena educación. Ellos hicieron todo lo posible para que yo fuera feliz. Pasé la mayor parte de mi vida en Siberia. Al hacerme mayor me casé y di a luz a una adorable bebé. Pronto me gradué con éxito en la universidad y conseguí un trabajo que realmente me gustaba. Y sin embargo, a pesar de todo, estaba lejos de ser feliz.

Desde el primer momento, mi matrimonio parecía no ir bien, y poco a poco se derrumbó. La situación económica en Rusia empeoraba cada día. Apenas podía proveer alimentos sencillos para mi hija y para mí. Pecaba. Tomaba una mala decisión tras otra. El hambre, la depresión y las malas decisiones hacían que mi vida fuera miserable. Yo culpaba a la mala suerte sin darme cuenta de que, en muchos sentidos, estaba sufriendo las consecuencias naturales de mis pecados; pero, ¿cómo podía saberlo? El pecado no existía según lo que me habían enseñado. Permítanme explicarme.

Después de la revolución comunista de 191710, la religión se prohibió en Rusia. Desde el jardín de infancia me enseñaron que no existía tal cosa como un Dios, y que solamente el partido comunista y el abuelo Lenin podían brindar la felicidad al pueblo ruso11. Las personas religiosas eran duramente perseguidas en nuestra sociedad. Los creyentes perdían sus empleos, no se les permitía asistir a la escuela y se les tildaba de “locos”12. A todo el mundo se le requería tomar clases de ateísmo en la universidad, donde probábamos que Dios no existía. Aunque, con el tiempo, el socialismo fracasó en nuestro país y la ideología comunista demostró ser inviable, el ateísmo seguía vivo en la mente del pueblo. También en mi mente estaba bien arraigado. Simplemente no pensaba en Dios. Pero sentía dolor en el corazón por mis malas decisiones. Más tarde aprendería que el dolor que sentía era la luz de Cristo que me daba un sentido de conciencia para discernir el bien del mal13. Pero la sociedad iba en contra de mis sentimientos de dolor. A los ojos de otras personas, yo no estaba haciendo nada particularmente mal.

El élder M. Russell Ballard dijo: “Las normas del mundo se han desplazado como las arenas de un desierto tormentoso. Lo que una vez era inusitado o inaceptable, es hoy en día común y corriente”14. Así era como vivía yo. Si no hay Dios, no hay pecado; si no hay pecado, depende absolutamente de ti lo que hagas con tu vida. Disfruta. Aprovéchate. porque cuando ya no estés, todo lo demás se irá también.

En el Libro de Mormón he leído sobre esta misma filosofía que enseñaba el anticristo, Korihor: no hay “ninguna expiación por los pecados de los hombres, sino que en esta vida a cada uno le [toca] de acuerdo con su habilidad; por tanto, todo hombre [prospera] según su genio, todo hombre [conquista] según su fuerza; y no [es] ningún crimen el que un hombre [haga] cosa cualquiera”15.

Al principio me atraía esta filosofía, pero después de un tiempo la vida me parecía un oscuro túnel que conducía únicamente a la tumba. Sentía que estaba muriendo lentamente. En las Escrituras está escrito que los hombres existen para que tengan gozo16. Vinimos a esta tierra con el instinto de buscar la felicidad, sin importar dónde vivamos: en Rusia, en África o en la bendita América. No sabía cómo orar, de modo que soñaba. Soy una gran soñadora. Soñaba que, un día, huiría de toda la miseria de mi vida y empezaría de nuevo desde el principio, feliz y radiante. Deseaba mucho que mi hija tuviera una vida mejor que la mía. Soñaba con los Estados Unidos. De algún modo, los rusos —y probablemente muchas otras personas en el mundo— relacionan los Estados Unidos con la buena vida, el éxito y la felicidad.

Aun cuando no conocemos los caminos de Dios, Él conoce nuestro corazón, y da oído a nuestros sueños. Un día, un médico estadounidense retirado fue a mi ciudad en Siberia17. Su nombre era doctor Woodmansee, y era un mormón de Utah18. Todo lo que había oído de los mormones era que no bebían té ni café, y eso me parecía extraño. Yo recibí la asignación de enseñarle al doctor Woodmansee el hospital donde trabajaba y, al final de nuestra visita de quince minutos, él me preguntó: “¿Iría usted a los Estados Unidos a continuar con su formación si yo la ayudase?”. Más adelante me contó que, cuando fue a Rusia, nunca planeó hacer una oferta así, pero que siguió una repentina impresión del Espíritu.

Después de eso mantuve correspondencia durante diez largos meses con el doctor Woodmansee mientras preparábamos mi viaje a los Estados Unidos. Un conocido suyo, el hermano Ray Beckett, nos ayudaba a comunicarnos a través de internet, y resultó ser el mejor misionero SUD que jamás he conocido19. Con mucha frecuencia compartía su testimonio conmigo. En una de sus cartas me prometió que mi viaje a Estados Unidos cambiaría mi vida para siempre. Él veía la mano de Dios en lo que estaba sucediendo en mi vida. También hizo los arreglos para enviar mis documentos a través del sistema de correos de la Iglesia y que yo pudiera recogerlos en la oficina de la Misión Rusia Novosibirsk, en Siberia20. Así es como conocí a los misioneros SUD, que me dieron un Libro de Mormón. Yo no estaba interesada en leer aquel libro, y lo dejé en algún lugar en una estantería. Durante mi siguiente visita a la casa de la misión de Novosibirsk, me dieron un ejemplar de la revista Ensign21. En aquella época yo estaba tratando de aprender inglés, así que me dio mucha alegría recibir un regalo así; me ayudaría con mis estudios de inglés. El primer artículo que leí trataba del modo en que el Libro de Mormón había cambiado la vida de muchas personas, brindándoles felicidad y paz. Esas historias me intrigaron, y decidí examinar ese libro con más detenimiento.

Así es como el Libro de Mormón llegó a mi vida. Leía un capítulo cada mañana, antes de ir a trabajar, y leyendo este libro aprendí que Dios vive, que Jesús es Su Hijo, y que vino a la tierra para ayudar a los pecadores como yo. Cuanto más leía este libro, más veía la brecha que había entre las enseñanzas de Cristo y el modo en que yo vivía. Descubrí que esa era la razón por la que mi vida era tan miserable. Sentía dolor y tenía un gran deseo de cambiar.

En 1997, el presidente Thomas S. Monson dijo: “La decisión de cambiar de vida y acercarse a Cristo quizás sea la más importante de la vida terrenal. Ese cambio tan dramático ocurre diariamente por todo el mundo”22. En ese momento adquirí una nueva perspectiva y un entendimiento de la vida, y ya no pude seguir viviendo como lo había hecho hasta entonces. Yo estaba preparada para un cambio dramático. Siempre recordaré el día en Rusia en que lloré durante toda la noche, al darme cuenta de que mi vida no era buena, y que mis malas decisiones habían herido a las personas que más amaba. Fue la experiencia más dolorosa de mi vida. Lloré y supliqué toda la noche: “Señor, por favor, ¡ayúdame!”. Al final de la noche estaba agotada y no me quedaban lágrimas. Cuando rompió la primera luz del alba, sentí paz y alivio. Escuché las palabras: “Toma mi mano. Te llevaré y te guiaré. Pero tienes que prometerme que cambiarás”. Y lo hice; lo prometí. Deseaba esa guía y esa ayuda más que cualquier otra cosa.

Alma, hijo, relató una experiencia similar a su hijo Helamán:

Pero me martirizaba un tormento eterno, porque mi alma estaba atribulada en sumo grado, y atormentada por todos mis pecados.

Sí, me acordaba de todos mis pecados e iniquidades… y que no había guardado sus santos mandamientos…

Y… mientras así me agobiaba este tormento, mientras me atribulaba el recuerdo de mis muchos pecados, he aquí, también me acordé de haber oído a mi padre profetizar al pueblo concerniente a la venida de un Jesucristo, un Hijo de Dios, para expiar los pecados del mundo.

Y al concentrarse mi mente en este pensamiento, clamé dentro de mi corazón: ¡Oh Jesús, Hijo de Dios, ten misericordia de mí que estoy en la hiel de amargura, y ceñido con las eternas cadenas de la muerte!

Y he aquí que cuando pensé esto, ya no me pude acordar más de mis dolores; sí, dejó de atormentarme el recuerdo de mis pecados.

Y, ¡oh qué gozo, y qué luz tan maravillosa fue la que vi! Sí, mi alma se llenó de un gozo tan profundo como lo había sido mi dolor.

Sí, hijo mío, te digo que no podía haber cosa tan intensa ni tan amarga como mis dolores. Sí, hijo mío, y también te digo que por otra parte no puede haber cosa tan intensa y dulce como lo fue mi gozo23.

En aquella dolorosa y gozosa noche en Rusia yo no sabía cuán grandes son las promesas de Cristo. En aquel momento no sabía que, solo poco tiempo después, viajaría a los Estados Unidos, donde aprendería más acerca del Evangelio y pronto me bautizaría. No sabía que, menos de un año después de aquella memorable noche, me casaría con un hombre maravilloso con tres hermosos hijos, un hombre que ahora es tan amado para mí, y con el que quiero vivir para siempre. No sabía que mi hija vendría a los Estados Unidos para unirse a nosotros en felicidad, con nuestra familia recién formada. Oh, no sabía entonces cuán grandes son Sus promesas.

Ahora sé lo importante que es cada alma para Dios. Para que yo pudiera bautizarme, Él me sacó de la fría Siberia y me puso en la soleada Utah a fin de llenar mi corazón de calidez con personas amables y atentas. Me dio tantos milagros que no tuve la más mínima ocasión de dudar de Su mano divina en mi vida. Estoy de acuerdo con el presidente Monson; la decisión de bautizarme fue la decisión más importante de mi vida, y mi conversión fue el milagro más grande para mí.

Pero, ¿qué pasó después de mi bautismo? ¿Sigue habiendo milagros? ¡Sí; los hay! El hecho de no sentir más dolor, sino gozo, es el milagro que ahora vivo a diario. Como todo el mundo, tengo días mejores y peores, pero he encontrado la felicidad verdadera en esta tierra. La busqué durante treinta años, pero la buscaba en los lugares equivocados, siguiendo las directrices del mundo y sin conocer el Espíritu.

Muchos otros milagros, pequeños y grandes, han sucedido en mi vida. Y lo que más importa es lo que he aprendido de ellos. Primero, he aprendido que casi cada milagro que he experimentado desde mi bautismo ha sido el resultado de la oración y el esfuerzo. Dios requiere esfuerzo y fe de nuestra parte. Segundo, he aprendido que la fe y el testimonio que adquirimos requieren nutrición constante. El estudio diario de las Escrituras nos ayuda a hacerlo. Sin esfuerzo por nuestra parte, nuestro testimonio se disipará, así como lo harán los sentimientos de gozo. Si no vamos hacia adelante, iremos hacia atrás. La tercera lección que aprendí fue que, para recibir milagros a diario, debemos pedirlos y luego reconocerlos cuando llegan. Los reconocemos no solo cuando damos gracias a Dios, sino cuando somos conscientes de las maneras en las que Dios nos ha bendecido. Este proceso produce más fe.

Ahora, en mis sueños y en mis cartas, regreso a Rusia, a mis amigos, a la gente que amo, y les pregunto: “¿Saben quiénes son? ¿Saben de dónde vienen? por favor, escuchen. Escuchen lo que yo he aprendido”. El fuego arde en mi pecho día y noche. El fuego del gozo, el fuego del amor, el fuego de la gratitud. Y no puedo callarme. Necesito decirle al mundo entero lo que sé. Una vez estuve ciega, pero ahora veo. Una vez viví en oscuridad, mas ahora vivo en la luz más brillante.

¡Caminen con Cristo! ¡Tomen Su mano! Deléitense en Su palabra. Beban de Su luz por cada uno de sus poros, con toda su alma. En momentos de adversidad no se les dejará en un túnel oscuro, sino en la luz de Su amor, con una luz más brillante siempre delante de ustedes.

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Decisiones y milagros… Y ahora veo, En el Púlpito, accessed 16 de abril de 2024 https://www.churchhistorianspress.org/at-the-pulpit/part-4/chapter-47