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El tesoro desconocido

Una grabación original de este discurso está disponible en churchhistorianspress.org (grabación por cortesía de la Conferencia de la Mujer de BYU).

Conferencia de la Universidad Brigham Young para Mujeres

Centro Marriot, Universidad Brigham Young, Provo, Utah

6 de abril de 1990


Jutta Baum Busche (n. 1935) creció en Dortmund, Alemania, con tres hermanos mayores que, explicaba ella, “evitaron que fuera una malcriada”1. Dado que las escuelas estuvieron cerradas durante la Segunda Guerra Mundial e inmediatamente después de esta, fue su insaciable apetito por la lectura y la música lo que impulsó su educación. Con el tiempo, asistió a una escuela secundaria de matemáticas para jóvenes varones2. Su tío fue el primer violonchelista solista de la Orquesta Filarmónica de Berlín, y con frecuencia practicaba en la casa de ella. A menudo también escuchaba la programación de música clásica en la radio y, cuando oía algo que no conocía, buscaba información de contexto en la enciclopedia de la familia3. En 1955 contrajo matrimonio con Enzio Busche, y ambos se bautizaron el 19 de enero de 1958 en una piscina pública de Dortmund4.

En octubre de 1977, Jutta y Enzio asistieron a una conferencia en Berlín para que Enzio, representante regional de la Iglesia, pudiera traducir al Presidente de la Iglesia, Spencer W. Kimball5. Durante una recepción al final de la conferencia, el presidente Kimball habló en privado con Enzio y le pidió que se uniera al Primer Cuórum de los Setenta, una asignación de tiempo completo que requeriría que la familia Busche se mudara de casa. Luego el presidente Kimball se reunió con Jutta Busche y le preguntó qué pensaba ella de la invitación. “Quiero morir”, exclamó. El hermano y la hermana Busche se pasaron la noche dando vueltas por la ciudad6. Recientemente habían acabado de remodelar su casa, la cual Jutta había diseñado exactamente al gusto de ambos. También tenían un apartamento de vacaciones en el mar Báltico. Más tarde Jutta explicó que había pasado demasiado tiempo centrándose en cosas materiales, como el papel pintado. “Por supuesto son cosas bonitas”, dijo, “pero no tan elevadas” en importancia como las cosas eternas7.

Su primera asignación fue en Munich, Alemania, donde Enzio dirigió la misión durante dos años; luego se trasladaron a Utah en 19808. Viajaban muchísimo para visitar a los miembros de la Iglesia por todo el mundo, y Jutta hablaba en las conferencias regionales con su esposo9. Poco después de la dedicación del Templo de Fráncfort, en 1987, fueron llamados como presidente y directora de las obreras del templo10. La hermana Busche nunca había sido obrera del templo, y Gordon B. Hinckley le aconsejó en su seminario de capacitación: “Lo más importante es tener amor, amor y amor”11. Ella se tomó su consejo muy en serio. Enseñaba a las obreras del templo a sonreír cuando las personas llegaban y mostraban sus recomendaciones, tranquilizando a las participantes en lugar de fruncir el ceño si había algún problema con su recomendación. Pedía a las obreras del templo que su principal prioridad fuera ayudar a las participantes a sentir el Espíritu de Dios12.

Después de su regreso a Utah, en septiembre de 1989, la hermana Busche fue invitada a hablar en un panel en la Conferencia de la Universidad Brigham Young para la Mujer, lo que había hecho en varias ocasiones con anterioridad. Entonces un día, mientras lavaba la ropa, recibió una llamada que decía que los organizadores de la conferencia habían cambiado de opinión. En lugar de hablar en un panel, querían que diera el discurso de clausura de la conferencia en el Centro Marriott. Cuando escuchó el tema de la conferencia, “el poder interior”, supo que podía dar el discurso13. “Sientes por ti mismo lo que está bien y lo que está mal”, ha dicho14. “Esa es la razón por la que estamos aquí en la tierra para aprender… Tenemos que aprender aquí a tener el Espíritu con nosotros. Dios nos ama y ama a todo el mundo. No podemos juzgar”15. La hermana Busche cree que, cuando las personas hayan experimentado lo suficiente con el amor incondicional, ellas descubrirán por sí mismas lo que deben cambiar16. Ella escribió el siguiente discurso en inglés con el asesoramiento lingüístico de Joy Baker, asistente de Enzio Busche17.

Una tarde de finales del verano de 1940, la familia Baum —la madre, dos hijos, un hijo adoptado, dos hijas y un bebé— se juntaron en el comedor en ausencia del padre, que era soldado en la guerra18. La madre había estado toda la tarde ocupada, improvisando una cena con provisiones limitadas como diente de león, nabos y patatas. Al poner la comida en la mesa, miró a sus hijos y preguntó: “¿Dónde está Jutta?”. Sobresaltados, los tres niños se miraron unos a otros y luego, uno por uno, bajaron la mirada con sentimiento de culpabilidad. La madre repitió la pregunta con más urgencia: “¿Dónde está Jutta?”. Finalmente, uno de los niños dijo, con voz sumisa: “Sigue atada a un árbol en el bosque. Se nos olvidó soltarla. Estábamos jugando a la guerra”.

Este incidente era algo típico de mi infancia. En aquella época yo solo tenía cinco años y ya era un marimacho. Crecí principalmente entre chicos, y disfrutaba participando en juegos de guerra. Yo les servía básicamente de “transportador de armas”, aunque de vez en cuando hacía las veces de “el enemigo”. Estoy agradecida a mi Padre Celestial por haber nacido en ese tiempo en Alemania. La guerra fue una época llena de sacrificios, temor, pánico, dolor y dificultades, pero también una época de recuerdos vívidos, aprendizaje y crecimiento, porque el verdadero aprendizaje a menudo sucede solamente en tiempos de adversidad19.

Durante los años de la guerra, recuerdo que cada tarde, al anochecer, preparaba una pequeña mochila con una muda extra, un par de medias y un par de zapatos, y caminaba unos tres kilómetros (un poco menos de dos millas) desde mi casa hasta un túnel para pasar la noche sola, en un compartimento de un tren estacionado allí para dar refugio a los civiles, temerosos de los bombardeos que había casi cada noche. También recuerdo el primer plátano que vi en mi vida, y lo bien que sabía. La guerra acababa de terminar, y un compasivo solado de las fuerzas de ocupación me lo dio. Recuerdo muy vívidamente nuestra exigua dieta de sopas aguadas, ortiga, diente de león, nabos y las melazas que las personas del pueblo tenían la fortuna de obtener de un vagón averiado. Recuerdo muy bien el olor de la lana de oveja que nosotros mismos esquilábamos e hilábamos para hacernos jerséis y vestidos. Como consecuencia de la falta de alimentos y asistencia médica durante aquellos años, vi a mi hermana, de dieciséis años, y a mi hermano, de diecinueve, enfermar y finalmente morir. La muerte de mi hermano, al cual estaba muy unida, me dolió extremadamente y me llenó de una profunda conciencia de la fragilidad de la vida.

En nuestro hogar hubo muy poca instrucción religiosa, aunque mis padres eran protestantes.

Mi familia simplemente no hablaba de religión. Pero el hermano de mi padre era un ministro protestante. Recuerdo una ocasión en que la esposa de este tío mío fue a visitarnos. Antes de que mi tía llegara, mi padre nos dio instrucciones: “Cuando ella esté aquí, tenemos que hacer una oración antes de comer”. Nunca olvidaré lo cómico y extraño que fue escuchar a mi padre ofrecer una bendición sobre los alimentos con unas palabras y un tono de voz tan desconocidos para nosotros que me hacía sentir hipócrita. Aun así, conforme iba creciendo, a menudo me arrodillaba en la noche junto a mi cama por iniciativa propia para orar a mi Padre Celestial porque, aunque no tenía instrucción religiosa, yo sentía en mi corazón que debía haber alguien en quien poder confiar y a quien poder amar, alguien que me conocía y se preocupaba por mí. ¡Qué privilegio habría sido criarse en una familia que estuviera bien fundada en el Evangelio restaurado!

La primera vez que los misioneros llamaron a nuestra puerta en Dortmund, Alemania, mi esposo y yo no llevábamos mucho tiempo casados. Nuestro primer hijo solo tenía tres meses. Estuve y estaré agradecida cada minuto de mi vida por el mensaje que recibimos por medio de esos jóvenes misioneros. De aquellos jóvenes me impresionaron muchas cosas. Una de ellas fue el amor con el que hablaban de sus familias. Otra fue su actitud en cuanto a su mensaje. No había ninguna fachada. Advertí tal humilde honestidad en la expresión de sus testimonios que me sentí impelida a escuchar. Lo que me contaron sobre ángeles y planchas de oro me intrigó tanto que deseé saber por qué unos jóvenes tan agradables podían creer esas cosas tan extrañas.

De ellos aprendí que todos somos hijos de un amoroso Padre Celestial y que estamos aquí, sobre esta tierra, para aprender, progresar y amar. Aprendí que vivimos con Dios como Sus hijos e hijas procreados en espíritu. Caminamos y hablamos con Él. Lo conocimos, y Él aún nos conoce a nosotros. Alzamos nuestra mano en señal de apoyo al plan de venir a esta tierra20. Alcanzar nuestro máximo potencial en nuestra jornada aquí depende de nuestras libres elecciones. Ese mensaje debe impregnar cada hecho de nuestra vida diaria.

Desde entonces he descubierto que una de las mayores piedras de tropiezo en nuestro progreso en la fe es una obediencia a las normas que no nace de un corazón sincero. Demasiadas personas suponen en su actitud hacia otras que nuestro Padre Celestial espera una conformidad perfecta con las normas establecidas. Pero Jesucristo nunca condenó al sincero de corazón. Su ira estaba encendida contra la vacía obediencia a las normas de los fariseos21. Jesús predicó que, por medio del arrepentimiento, llegamos a ser libres de pecado; no obstante, solo a medida que llegamos a ser sinceros sentimos la necesidad de arrepentirnos.

Cuando, a los trece años de edad, me confirmaron miembro de una religión protestante, el ministro citó Juan 8:32: “… y conoceréis la verdad, y la verdad os hará libres”. Este pasaje de las Escrituras no tuvo sentido para mí hasta que no encontré el Evangelio verdadero y descubrí el valor del libre albedrío: el derecho a tomar nuestras propias decisiones a nuestra propia manera. Para mí, la verdad que nos hace libres tiene dos caras: las verdades del Evangelio restaurado, que proporcionan un mapa de las realidades eternas, y la habilidad para ser honesto con uno mismo y con los demás, que conduce al arrepentimiento y a la integridad auténticos.

Ser sincero con uno mismo es la base para el desarrollo de otras fortalezas espirituales. Ser sincero con uno mismo determinará si los obstáculos y los problemas que afrontamos en la vida son escollos que conducen a bendiciones o escollos que conducen a cementerios espirituales. Marco Aurelio, un antiguo filósofo romano, observó la conexión que existe entre la sinceridad y el crecimiento espiritual hace cerca de dos mil años: “La verdadera grandeza del hombre reside en la consciencia de un propósito honrado en la vida, fundado en una justa estima de sí mismo y de todo lo demás, en un autoexamen frecuente y en la constante obediencia a la norma que él sabe que es correcta, sin perturbarse por lo que otras personas piensan o dicen, ni porque hagan o no lo que él piensa, dice y hace”22. Entonces, según Marco Aurelio, ser sincero con uno mismo es tanto un requisito para la grandeza como la cualidad principal de la integridad23.

Para mí, un momento de extraordinaria comprensión del principio de la honestidad con uno mismo fue cuando mi esposo aceptó un llamamiento de tiempo completo al servicio del Señor que requería que dijéramos adiós a todas esas personas de nuestro barrio en Dortmund a quienes habíamos llegado a amar, y a todos aquellos con quienes nos habíamos relacionado. La transición no fue fácil para nosotros24.

Recuerdo bien los ajustes que tuvimos que hacer cuando fuimos a vivir a Utah. Mi primer llamamiento en nuestro barrio fue para servir como maestra en la Sociedad de Socorro. Yo me fijaba mucho en otras maestras y me impresionaban profundamente sus esfuerzos por lograr la perfección en su enseñanza. Hasta sus peinados y sus impolutos vestidos mostraban sus esfuerzos por lograr la perfección. Admiraba su soltura y su elocuencia hablando inglés. ¿Cómo podría yo, con mi pobre nivel de inglés, competir con ellas y ser su maestra? Estaba ansiosa por aprender, y muy contenta cuando me enteré de que había una clase de preparación para maestras de la Sociedad de Socorro a nivel de estaca.

Cuando asistí a la reunión de capacitación por primera vez iba llena de grades esperanzas. No estaba preparada para la pregunta que me hicieron en cuanto a qué clase de centro de mesa usaba cuando daba mi clase. ¡Cuán incompetente me sentía! No tenía ni idea de lo que era un centro de mesa ni de cuál podía ser su propósito en la preparación de una clase. Los sentimientos negativos hacia mí misma comenzaron a minar mi confianza.

Otros esfuerzos por encajar eran igualmente desalentadores. Me sentía muy intimidada por mis muchos vecinos maravillosos con sus siete, ocho o nueve hijos25. Me llenaba de timidez cuando tenía que responder que nosotros solo teníamos cuatro, y ni siquiera podía mencionarles a esas personas el profundo dolor que sentí cuando me dijeron que, por razones de salud, mi familia tendría que limitarse a nuestros cuatro hijos.

Continuaba sintiéndome inferior cuando veía a las hermanas de mi barrio plantar huertos y envasar lo que producían26. Ellas salían cada día a correr para hacer ejercicio. Cosían y compraban a precio de ganga. Asistían a campañas de recaudación de fondos para la concienciación y la investigación de afecciones coronarias y servían en asociaciones de padres y maestros (PTA, por sus siglas en inglés)27. Llevaban la cena a las que acababan de ser madres y a los enfermos de sus vecindarios. Cuidaban de un padre o una madre anciana, a veces de los dos. Subían al monte Timpanogos28. Llevaban a sus hijos a clases de música y de danza. Eran fieles en efectuar la obra del templo y les preocupaba no estar al día con sus diarios personales29.

Intimidada por todos los ejemplos de perfección a mi alrededor, aumentaba mis esfuerzos por ser como mis hermanas, me sentía decepcionada conmigo misma, y aun culpable cuando no corría cada mañana, no hacía mi propio pan, no cosía mi propia ropa ni iba a la universidad. Sentía que necesitaba ser como las mujeres entre las que vivía, y me sentía un fracaso porque no era capaz de adaptarme con facilidad a su estilo de vida.

En ese tiempo podría haberme beneficiado de la historia del pequeño de seis años que, cuando un pariente le preguntó: “¿Y tú qué quieres ser?”, respondió: “Creo que simplemente seré yo mismo. He tratado de ser como otras personas, ¡y siempre he fracasado!”. Como este niño, después de repetidos fracasos por ser otra persona finalmente aprendí que debía ser yo misma. Sin embargo, a menudo eso no es fácil porque nuestros deseos de encajar, competir e impresionar, o simplemente ser aprobados, nos llevan a imitar a otras personas y subestimar nuestro pasado, nuestros talentos y nuestras propias cargas y desafíos. Tuve que aprender a no preocuparme por la conducta de los demás y su código de normas. Tuve que aprender a superar mi ansioso sentimiento de que no encajaba; que simplemente no estaba a la altura.

Dos desafiantes pasajes de la Biblia me recuerdan que debo superar la falta de autoestima. Uno es Proverbios 23:7. “… porque cual es su pensamiento en su corazón, tal es él”. El otro es Romanos 12:2: “Y no os adaptéis a este mundo, sino transformaos por medio de la renovación de vuestro entendimiento, para que comprobéis cuál es la buena voluntad de Dios, agradable y perfecta”. Cuando trataba de adaptarme impedía que el Espíritu transformara mi ser mediante la renovación de mi entendimiento. Cuando trataba de copiar a mis maravillosas hermanas al enseñar mis clases con un centro de mesa especial y otras técnicas de enseñanza con las que yo no estaba familiarizada, fracasaba, porque el Espíritu todavía me habla en alemán, no en inglés. Pero cuando me arrodillaba para pedir ayuda, aprendía a depender del Espíritu para que me guiara, segura con el conocimiento de que soy una hija de Dios. Tuve que aprender a creer que no necesitaba competir con otras personas para ser amada y aceptada por mi Padre Celestial.

Otra idea de Marco Aurelio es: “Mira en tu interior. Dentro se halla la fuente del bien, que brotará sin cesar si no dejas de cavar”30. A veces, los juicios negativos que otras personas hacen de nosotros cubren como con un velo nuestro enorme potencial para hacer el bien. Por ejemplo, un día en Alemania tuve una reunión con la maestra de nuestro hijo de once años de edad. Me entristeció mucho escuchar que ella consideraba que nuestro hijo no tenía la suficiente inteligencia para seguir el curso de matemáticas en esa escuela. Yo conocía a mi hijo mejor que esa maestra, y sabía que, por el contrario, las matemáticas en verdad le interesaban y estaban dentro del marco de sus capacidades. Me fui de allí muy deprimida. Cuando llegué a casa, vi en los ojos de mi hijo su gran expectación al preguntarme con entusiasmo lo que su maestra había dicho. Yo sabía cuán desolado se quedaría si le decía las palabras exactas de su maestra. Fue el Espíritu el que me dio la sabiduría de parafrasear las inquietudes de su maestra. Le dije que la maestra reconocía su gran talento para las matemáticas, y que solo su falta de diligencia evitaría que alcanzara grandes logros, porque su maestra tenía grandes expectativas en cuanto a su futuro. Mi hijo se lo tomó muy en serio y no tardó mucho en convertirse en el mejor alumno de matemáticas de su clase. No quiero ni pensar en lo que habría sido de él si le hubiera dicho exactamente las palabras negativas de su maestra.

Dios obra por medio del poder positivo de Su amor. Cuando realmente aprendemos a amar a Dios, aprendemos a amar todas las cosas: a los demás, a nosotros mismos, a toda creación, porque Dios está en todo, con todo y a través de todo. No debemos temer, y no debemos escondernos detrás de una fachada de interpretación. Cuando lleguemos a entender este tesoro desconocido, el conocimiento de quiénes somos realmente, sabremos que tenemos derecho al poder que proviene de Dios. Vendrá cuando lo pidamos y cuando confiemos en Su liderazgo en nuestras vidas. Nuestros esfuerzos no deben ser representados ni adaptados, sino que deben ser transformados por el Espíritu. Una vez más, “no os adaptéis a este mundo, sino transformaos por medio de la renovación de vuestro entendimiento, para que comprobéis cuál es la buena voluntad de Dios, agradable y perfecta”31.

Hay muchas presiones que nos atan al mundo. Ser de corazón sincero nos hace libres para descubrir la voluntad de Dios para nuestra vida. Siempre me conmueven las reuniones de testimonio mensuales de nuestro barrio, en las que mis vecinos fortalecen mi fe al contar cómo han recibido aliento para hacer frente a los desafíos y las pruebas que han surgido en su camino. Con mucha frecuencia sus testimonios revelan los grandes desafíos que han tenido que afrontar, desafíos que no son evidentes a menos que uno abra su corazón a los demás. Sé que, cuando voy por nuestra calle y paso delante de las casas tan bien cuidadas de mis vecinos, tiendo a pensar que todo les va bien, que ellos no tienen dificultades como yo tengo. A través de los testimonios sinceros que ellos comparten es como yo aprendo a ver su corazón, y llegamos a ser unidos en sentimientos de amor.

Nosotros, los hijos del convenio cuyos ojos han sido abiertos, tenemos la enorme responsabilidad de ser siempre conscientes de quiénes somos32. Aunque puede que estemos absortos en la tarea de hacer frente a nuestros desafíos diarios y a las oportunidades de progresar, no podemos permitirnos vivir un día ni un minuto sin ser conscientes del poder que hay en nuestro interior. ¡Qué privilegio tuve de prestar servicio como la primera directora de las obreras en el Templo de Fráncfort!33. Tenía que depender constantemente del Espíritu; de otro modo me habría sido imposible hacerlo. El desafío de establecer un templo completamente operativo resultaba abrumador, pero cuanto más abrumadoras eran nuestras tareas, mejor comprendíamos que solo hay Uno que puede ayudar, nuestro Padre Celestial. Solo cuando nos acercamos a Él podemos aprender lo real que es, lo mucho que comprende y lo mucho que está dispuesto a ayudar. Él sabe que no somos perfectas, y que tenemos dificultades; y cuando nos aceptamos a nosotras mismas con nuestras debilidades, con humildad, sinceridad y completa honestidad, entonces Él está con nosotras. Como el apóstol Pablo dijo a los corintios: “Cosas que ojo no vio, ni oído oyó, ni han subido al corazón del hombre, son las que Dios ha preparado para aquellos que le aman”34.

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El tesoro desconocido, En el Púlpito, accessed 20 de abril de 2024 https://www.churchhistorianspress.org/at-the-pulpit/part-4/chapter-44