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Dejarse llevar, soñar, dirigir

Conferencia de la Universidad Brigham Young para Mujeres

Ernest L. Wilkinson Center, Universidad Brigham Young, Provo, Utah

2 de febrero de 1980


Ardeth Greene Kapp (n. 1931) creció en el pueblito de Glenwood en Alberta, Canadá, donde trabajaba en la tienda rural de su madre, Julia “June” Greene, y ayudaba en la granja a su padre, Edwin “Ted” Greene1. A menudo June daba alimentos a los clientes que no podían pagar, y Ted criaba pavos que a veces regalaba a las familias necesitadas (en dos ocasiones también regaló vacas a inmigrantes australianos)2. Ted era obispo cuando llevó a un par de misioneros a cenar con su familia; uno de ellos era un joven llamado Heber Kapp. Después de aquella tarde, Ardeth y Heber se comunicaron por carta hasta que él acabó su misión en Canadá y regresó a su hogar en Utah3.

Ardeth se trasladó a Provo, Utah, para cursar su último año de secundaria en Brigham Young High School, y Heber y ella comenzaron a salir juntos4. Se casaron en 19505. Ardeth Kapp trabajó para compañías telefónicas en Utah y California, y en 1960 ya era representante de contratación y recursos humanos en Mountain States Telephone Company, el puesto más alto que podía tener una mujer en una compañía telefónica en esa época6.

El matrimonio Kapp no pudo tener hijos, de modo que procuraron aprender las lecciones que sentían que el hecho de tener hijos les habría enseñado, como la paciencia, la tolerancia, la caridad y el servicio a horas intempestivas7. Esta meta influyó en la decisión de la hermana Kapp de convertirse en educadora. Durante el funeral de su tía en Glenwood, la hermana Kapp sintió la impresión de asistir a la universidad8. En 1964 obtuvo una licenciatura en educación primaria por la Universidad de Utah, y una maestría en desarrollo de cursos de estudio en 1971 por la Universidad Brigham Young (BYU), después de lo cual enseñó en la escuela primaria del condado de Davis, Utah, y luego supervisó a los estudiantes de magisterio en BYU9. También escribió una serie de programas educativos para la televisión y, al momento de pronunciar el siguiente discurso, había publicado cuatro libros10. Entre 1966 y 1972 fue miembro del claustro para la formación del profesorado en BYU11.

La hermana Kapp trabajó en los cursos de estudio de la Iglesia entre 1967 y 1972, en principio a través del comité de correlación para la juventud. En esa función, sus compañeros del comité y ella revisaban cada publicación que la Iglesia proponía para los miembros de entre doce y veintiocho años de edad, incluso las revistas y los cursos de estudio12. En 1971 pasó a formar parte del nuevo comité de desarrollo de cursos de estudio, creado para planificar y coordinar —pero no escribir— todos los cursos de estudio de la Iglesia13. Durante esa etapa procuró asegurarse de que los materiales de los cursos de estudio se centraran en los valores del Evangelio14. En 1972, la hermana Kapp fue llamada como consejera en la Presidencia General de las Mujeres Jóvenes, donde prestó servicio junto con la presidenta Ruth Hardy Funk15. Como miembro de la Presidencia General continuó enseñando y capacitando a los miembros de la Iglesia mientras supervisaba el desarrollo de los cursos de estudio16.

La hermana Kapp pronunció el siguiente discurso en una Conferencia de Mujeres de BYU dos años después de finalizar su asignación como consejera en la Presidencia General de las Mujeres Jóvenes y dos años antes de convertirse en presidenta de esa organización. La hermana Kapp pasó ese intervalo de tiempo trabajando en un comité para la actualización del programa de desarrollo de los cursos de estudio, cuidando de su madre enferma, dando conferencias a grupos de la Iglesia, escribiendo para la revista New Era, escribiendo un quinto libro, apoyando a su esposo como presidente de estaca, realizando seminarios sobre administración del tiempo y corriendo dos millas (más de tres kilómetros) cada día a las 5:30 de la mañana. En 1979 dijo: “En ocasiones, cuando se nos releva, nos preguntamos si hemos llegado a nuestro máximo potencial en nuestro servicio. Pero en mi bendición patriarcal hay una frase que dice: ‘En los días venideros, te sorprenderán las bendiciones que el Señor tiene reservadas para ti’, y supongo que podría decirse lo mismo de cada una de nosotras”17.

El siguiente texto es un extracto del discurso original de la hermana Kapp; se ha omitido aproximadamente el primer cuarto del mismo.

He observado, y confieso que me ha sucedido en el pasado, que muchas personas en la Iglesia se dejan llevar por la multitud. Muchas buenas personas se dejan arrastrar a la reunión sacramental y a la Escuela Dominical, incluso a la noche de hogar, y devanean por un estudio casual de las Escrituras. Esas personas que van a la deriva forman parte al menos de uno de dos grupos: En el primero están aquellos que se adentran en el torrente, involucrándose a fondo en la actividad en la Iglesia y flotando con la corriente, cómodos al sentir la falsa seguridad de estar en el lugar correcto. Otros, que conforman el segundo grupo, aunque aceptan unos pocos principios elegidos se resisten a ser parte del caudal, del torrente, y deciden irse a los remolinos de las orillas, libres de las demandas de una participación plena. Es difícil decidir cuál de estos grupos es mejor o peor. Aquellas de nosotras que, solo en términos de actividad, nos metemos de lleno en la Iglesia, no necesariamente metemos de lleno a la Iglesia en nosotras; y si nos fuésemos, la Iglesia apenas notaría la diferencia. Al seguir las costumbres, hacer lo correcto pero sin llegar a saber, comprender, aceptar y poner en práctica los principios y las doctrinas de salvación, se nos puede comparar con la persona que pasa toda su vida encordando su instrumento, sin llegar a escuchar nunca la música para la cual este fue creado, e incapaz de reconocerla si lo hiciera.

En lo que a principios se refiere, seamos sólidas como la roca. En lo que atañe a la práctica, que todo lo que hagamos esté basado en esos principios de salvación, y que entendamos la intrínseca relación que existe entre principios y costumbres. Resueltas a seguir la admonición del Profeta y convertirnos en eruditas de las Escrituras es como aprendemos gradualmente la doctrina que nos prepara para permanecer sobre la roca de la revelación y para tener cada vez menos la sensación de ser arrastradas, vagando, cuestionando y buscando.

Hay muchas personas buenas que son muy fieles (y hago hincapié en fieles) en seguir las tradiciones y las costumbres. Recuerdo una canción que cantábamos en la Escuela Dominical:

“Nunca llegues tarde a la Escuela Dominical; ven con tu sonrisa y con tu radiante faz”.

El estribillo acababa así:

“Trata de estar, de estar siempre allí, sin demora a las diez de la mañana”18.

Las diez de la mañana fue por mucho tiempo una costumbre, una tradición. No era un principio. Sin embargo, hubo entre los fieles quienes se sintieron incómodos con el cambio, cuyos sentimientos no eran muy distintos de los que manifiestan algunas personas cuando se modifican costumbres o tradiciones en la actualidad. Puede que los cambios, que siempre llegarán, sean para algunos una prueba de fuego, porque su fundamento solo se basa en las costumbres, y no entienden los principios invariables y eternos.

Ser fieles no hace necesariamente que desarrollemos la fe. El primer principio del Evangelio es la fe en el Señor Jesucristo19. Tener fe en Él es conocerlo, conocer Su doctrina y saber que el curso de nuestra vida está en armonía y es aceptable para Él. Ser fiel es relativamente fácil, pero la fe nace del estudio, el ayuno, la oración, la meditación, el sacrificio, el servicio y, finalmente, de la revelación personal. Los destellos de entendimiento llegan línea sobre línea, precepto tras precepto. Nuestro Padre está ansioso por darnos alimento tan rápido como podamos tolerarlo, pero nosotros regulamos la suculencia y la cantidad de nuestra dieta espiritual. Y lo hacemos mediante el mismo procedimiento que utilizaron los hijos de Mosíah:

Ellos se habían fortalecido en el conocimiento de la verdad… y habían escudriñado diligentemente las Escrituras para conocer la palabra de Dios. Mas esto no es todo; se habían dedicado a mucha oración y ayuno; por tanto, tenían el espíritu de profecía y el espíritu de revelación, y cuando enseñaban, lo hacían con poder y autoridad de Dios20.

La fidelidad sin fe, las costumbres sin principios, serán altamente insuficientes para nosotras y nuestras familias a medida que nos acerquemos al momento del que hablaba Heber C. Kimball cuando dijo: “Llegará el tiempo en el que ningún hombre ni ninguna mujer podrá sostenerse con luz prestada. Cada uno tendrá que ser guiado por la luz que tenga dentro de su alma. Si no la tienen, no podrán resistir”21.

Ojalá nos dejemos llevar cada vez menos al tiempo que tomamos decisiones correctas basadas en la revelación personal que nos dé dirección a nosotras y a nuestras familias cada día de nuestra vida. Y con esa dirección, desarrollemos “un programa de participación personal” que nos hará “obtener nuevos logros”, tal como el profeta nos ha amonestado22.

Él también nos ha prometido que el Señor “nos ayudará diariamente… en la organización de nuestra vida y de nuestros talentos. Progresaremos más si nos apresuramos menos. Nuestro progreso será más real si ponemos nuestra atención en las cosas fundamentales”23. Algunos principios son esenciales en nuestra lucha por evitar la malgastadora experiencia de dejarnos llevar.

Ahora bien, ¿qué pasa con los soñadores? Muchas de nosotras a veces somos soñadoras que deseamos escapar de algún modo de nosotras mismas, librarnos de nuestras propias limitaciones. Con frecuencia medito en las palabras “con sus propios sueños se engañan a sí mismos”24. Se ha dicho que, si el destino hubiese de destruir al hombre, primero lo dividiría contra sí mismo, y haría que pensara de una manera y actuara de otra. Le privaría de la satisfacción que solamente proviene de la coherencia interior. Para que los sueños y los hechos puedan estar en armonía los unos con los otros, las decisiones deben ser firmes. Cuando hacemos algo diferente de lo que sabemos que deberíamos hacer, es como si fuéramos a un examen final y escribiéramos una respuesta incorrecta aun sabiendo cuál es la respuesta correcta.

No obstante, soñar también desempeña una función muy positiva cuando se ajusta a la definición del diccionario de “anhelar persistentemente algo”.

En el popular musical South Pacific hay una deliciosa cancioncita que dice: “Si no sueñas, ¿cómo cumplirás tus sueños?”25. Me preocupan algunas de nuestras hermanas que tienen grandes sueños pero nunca llegarán a cumplirlos del todo porque sienten que sus rectos esposos se ocuparán de ellos, y dejan de prepararse para su parte dentro de ese compañerismo eterno.

Hay algunas hermanas que piensan en la estructura administrativa de la Iglesia y se molestan por lo que creen que no tienen, sin siquiera llegar a entender plenamente su propia misión especial y única, y las grandes bendiciones reservadas específicamente para ellas. Lo escuchamos en términos que sugieren que, dado que las mujeres no tienen el sacerdocio, se las ha privado de algo.

Sigue habiendo hermanas que creen erróneamente que sacerdocio es sinónimo de hombre, y por eso se justifican y no se preocupan por estudiar la importancia que tiene en sus propias vidas. El término sacerdocio se usa sin calificativos, ya sea que se refiera al poseedor del sacerdocio, a las bendiciones del sacerdocio o a las ordenanzas del sacerdocio. En cualquiera de los casos nuestro corazón tendría que clamar, y deberíamos alzar nuestra voz y advertir a voces a las hermanas cuyos sueños se construyen sobre un fundamento incorrecto como ese.

Nuestros mayores sueños se cumplirán solo a medida que lleguemos a entender plenamente y a recibir en nuestra propia vida las bendiciones del sacerdocio, el poder del sacerdocio y las ordenanzas del sacerdocio. Si comenzáramos con el momento en que a un niño se le da un nombre y una bendición, y continuáramos luego con el bautismo, la confirmación, la Santa Cena, los llamamientos y el ser apartados para ellos, la bendición patriarcal, la ministración, la investidura y finalmente el matrimonio celestial, rápidamente nos daríamos cuenta de que todas las bendiciones salvadoras del sacerdocio son para niños y niñas, hombres y mujeres. Y si bien la divina misión de la maternidad es primordial, no lo abarca todo. Ayudar a otra persona a obtener la vida eterna es el privilegio complementario. Este privilegio, de hecho esta sagrada responsabilidad, el más noble de los llamamientos, no se le niega a ninguna persona digna. Ayudar a llevar a cabo la vida eterna del hombre, y hacerlo con dignidad y honor, es el punto culminante de mi propio sueño personal. Y para nosotras, cerrar los ojos a esas verdades eternas y no reconocerlas como bendiciones y ordenanzas del sacerdocio es quedarnos al margen de los mismísimos principios de salvación —los únicos principios— que pueden hacer que nuestros sueños eternos se cumplan.

Es verdad que, como hermanas, no pasamos por una ordenación al sacerdocio que conlleva una función administrativa, ni llevamos la tremenda y pesada carga de tener esa sagrada responsabilidad sobre nosotras además de la misión de crear y nutrir en colaboración con Dios, primero al dar a luz a los hijos espirituales del Señor y luego al criar a esos hijos para que sirvan al Señor y cumplan Sus mandamientos.

He llegado a saber que todos, tanto hombres como mujeres, podemos regocijarnos en el sagrado llamamiento de la maternidad. Pero dar a luz no es sino una parte de este sagrado llamamiento.

Después de dejarnos llevar y de soñar, consideremos ahora la dirección de nuestra vida. En mi graduación de la escuela secundaria, Oscar A. Kirkham subió al púlpito y, mirando a los ojos a los idealistas y entusiastas graduados extendió el siguiente desafío con su ronca voz: “Construyan un barco que sirva para navegar. Sean fieles compañeros de tripulación y sigan un rumbo correcto”26. En realidad no recuerdo nada más de lo que dijo, ni de lo que dijeron otras personas. Pero he meditado mucho en ese desafío a lo largo de los años. Al dirigir nuestra vida, deseamos estar seguras de cuál es el rumbo correcto y el destino final. No podemos arriesgarnos a quedar atrapadas en la ilusión de aquel que estaba decidido a ir al norte y de hecho viajaba hacia el norte, pero sobre un témpano que flotaba en dirección sur.

“Los puntos exactos”, como las estrellas en el cielo que nos guían, están al alcance de cualquiera que busque dirección con empeño. Esos puntos exactos de doctrina se encuentran en la Iglesia verdadera27. La conversión a la verdad viene cuando se acepta la verdadera doctrina, y la verdad de la doctrina solo se puede conocer por medio de la revelación que se obtiene como resultado de la obediencia. El Salvador enseñó: “Mi doctrina no es mía, sino de aquel que me envió. El que quiera hacer la voluntad de él conocerá si la doctrina es de Dios o si yo hablo por mí mismo”28.

Un escéptico de hace dos mil años podría decir: “Mira, si supiera con certeza que la estrella (la señal del nacimiento del Salvador) aparecería esta noche en el cielo, sería obediente”. Eso es como ponerse delante de una estufa y decir: “Dame un poco de fuego y entonces pondré la leña”. Primero debemos poner la leña, y luego sentimos el calor y vemos el fuego; entonces podemos dar testimonio de su realidad. En el duodécimo capítulo de Éter leemos: “… no contendáis porque no veis, porque no recibís ningún testimonio sino hasta después de la prueba de vuestra fe”29. Y cuando nuestra fe se ponga a prueba y nos hallemos firmes aun en tiempos de tormenta, nos regocijaremos con una confianza mayor a medida que descubramos en nuestro interior el fiel compañero de tripulación que realmente tenemos mientras navegamos por un rumbo correcto.

En la Iglesia se nos han dado apóstoles y profetas cuyo propósito es reconocer y enseñar la verdadera doctrina para que los hombres no sean “llevados por doquiera de todo viento de doctrina”30. Ahora bien, podemos seguir ciegamente a las Autoridades Generales, como una amiga mía que no es miembro de la Iglesia afirma que hacemos —y yo añadiría que es mucho más seguro y mejor seguirlos ciegamente que no hacerlo en modo alguno— pero eso sería renunciar a nuestra responsabilidad de dirigir nuestra propia vida y de llegar a ser independientes espiritualmente. De nuevo, el solo hecho de seguir las costumbres no es suficiente. Debemos llegar a saber la razón, esto es, la base doctrinal de esa costumbre; de otro modo, cuando la costumbre o la tradición se ponga en tela de juicio o cambie, aquellos que no comprendan el principio tenderán a vacilar. Puede que incluso abandonen o rechacen aun la costumbre que, como un maestro de escuela, pretendía llevarlos a entender un principio salvador y eterno.

En la época del rey Benjamín había quienes vivían atrapados en la estricta ley de Moisés. Seguían las costumbres con anteojeras, ojo por ojo y diente por diente, hasta que el rey Benjamín les enseñó que sus costumbres no les servirían de nada a menos que aceptasen la misión del Salvador y Su expiación31. Sin ese compromiso, sus tradiciones eran vanas.

Cuando Adán estaba ofreciendo las primicias de sus rebaños, un ángel se apareció y le preguntó por qué lo hacía; el porqué de esa costumbre. Ustedes recordarán la respuesta de Adán, él dijo: “No sé, sino que el Señor me lo mandó”32. La costumbre era ofrecer un sacrificio, pero el principio, en este caso, era la obediencia. Y entonces Adán recibió un testimonio, después de la prueba de su fe. El ángel explicó: “Esto es una semejanza del sacrificio del Unigénito del Padre”33.

Al dirigir nuestra vida es importante que entendamos las costumbres y los principios, su relación así como las diferencias entre ambos. Yo veo las costumbres como una línea horizontal, una base, una escuela, una prueba, una preparación; y los principios eternos de salvación y exaltación, o la doctrina, es una línea vertical que enlaza nuestra alma con los cielos y construye la relación con Dios y la fe en el Señor Jesucristo y en Su misión.

Seguirá habiendo mucha oposición a la verdadera doctrina; pero tarde o temprano la tormenta se aleja, las nubes se dispersan y sale el sol, y vuelve a verse la roca de la verdad, firme y perdurable. Nunca hubo un principio verdadero que no encontrara tormentas y tormentas de oposición y agravios hasta obtener una influencia tal que la oposición dejara de compensar. Pero hasta ese momento, la oposición y el agravio han ido y venido como la marea. Fue una doctrina severa la que hizo que Jesús se quedase sin sus discípulos débiles, y el mismo proceso de prueba continúa hoy en día para determinar quiénes son dignos de Su reino. El profeta José Smith declaró:

Dios tiene determinado… [un] tiempo en que traerá a Su reposo celestial a todos Sus súbditos que hayan obedecido Su voz y guardado Sus mandamientos. Este reposo es de tal perfección y gloria, que el hombre tiene necesidad, según las leyes de este reino, de una preparación antes que pueda entrar en él y disfrutar de sus bendiciones. Por ser esto así, Dios ha dado ciertas leyes a la familia humana que son suficientes, si se observan, para prepararla a fin de heredar este reposo. Concluimos, pues, que para este propósito nos ha dado Dios Sus leyes34.

En nuestra meta de aplicar principios y proceder con dirección, no se espera que lleguemos antes de sentir ese testimonio del Espíritu. El testimonio nos sostiene durante nuestro viaje. En unas pocas líneas de prosa proferidas con gran elocuencia, el presidente Kimball nos cuenta cómo llegó el Evangelio a la vida de una indocta mujer boliviana35. Al escuchar la misión del Salvador y la doctrina de la Expiación, el Espíritu dio testimonio a su alma. Dirigiendo su dorada faz a lo alto, con sus ojos negros bien abiertos y confiados llenos de lágrimas a punto de brotar, expresó sus emociones en un susurro: “¿Quiere decir que Él hizo eso por mí?”. Habiendo recibido la confirmación a su pregunta, volvió a susurrar, no con una pregunta esta vez, sino con reverente asombro: “¡Quiere decir que Él hizo eso por mí!”.

Y de este eterno principio de salvación doy mi ferviente testimonio de que Él hizo eso por ustedes y por mí. Con esa convicción, pienso con solemnidad en la penetrante observación que hizo Truman Madsen: “La mayor tragedia de la vida es que nuestro Salvador pagó el tremendo precio del sufrimiento para salvarnos, pero no puede hacerlo porque no le dejamos, porque dirigimos la mirada hacia abajo en lugar de hacia arriba”36. Elegimos seguir atrapadas en un pedazo de mármol. Pero si nos liberásemos y llegásemos a conocer esta verdad por medio de la revelación personal, llegaría el tiempo en que aun nuestras rutinas podrían llegar a ser vivificantes y hechas en el nombre del Señor con Su espíritu, de modo que nuestra vida entera se convierta en una experiencia sagrada a medida que trabajamos continuamente para Él.

No hace mucho fui testigo de lo que, hasta entonces, había sido solo una rutina para mí: la bendición de los alimentos. Imaginen conmigo a mi anciano padre, su cuerpo deteriorado por los estragos del cáncer de estómago, mientras su espíritu era magnificado y refinado por medio del sufrimiento. Estaba sentado a la mesa de la cocina; por entonces pesaba menos de cien libras (unos cuarenta y cinco kilos). Agachando la cabeza, apoyada en sus frágiles y temblorosas manos sobre una cucharada de comida para bebé —todo lo que podía comer—, pronunció una bendición sobre los alimentos, como si fuera un sacramento sagrado, y dio las gracias con aceptación y sumisión, con verdad y fe, porque él sabía a quién estaba hablando.

Es al llegar a conocer a nuestro Salvador y los principios de salvación que Él enseñó a través del evangelio de Jesucristo cuando llegamos a ser diferentes. Y necesitamos que se nos reconozca por ser diferentes. La mayoría del mundo no ve las opciones. Es nuestra responsabilidad ser claramente buenas y claramente rectas, y ser capaces de expresar con elocuencia nuestros valores y ser defensoras de la verdad. Podemos tener una recomendación para el templo, asistir a nuestras reuniones y poner en práctica los principios, pero nuestro aspecto y las cosas que decimos y hacemos tal vez sean el único mensaje que algunas personas reciban. Nuestros hechos deben mostrar que hay un poder y una influencia en nosotras que los habitantes del mundo no comprenden. ¿Qué es aquello que nos diferencia de otras personas? La diferencia está en que nosotras profesamos ser guiadas por revelación. Y es por causa de este principio que somos peculiares, dado que todos nuestros hechos pueden estar bajo la guía divina. Habiendo tomado la decisión, debemos levantarnos y ser visiblemente diferentes. Hasta que no tomamos esa decisión seguimos siendo anónimas, sujetas a la corriente de multitudes que van sin rumbo.

El presidente Kimball ha dicho:

Gran parte del progreso que tendrá la Iglesia en los últimos días se deberá a que habrá muchas de las buenas mujeres en el mundo que, teniendo un gran sentido de espiritualidad, se sentirán atraídas a la Iglesia en gran número. Eso solo sucederá al grado que las mujeres de la Iglesia reflejen rectitud y sepan expresarse bien en sus vidas, y en la medida que las mujeres de la Iglesia sean vistas como singulares y diferentes de las mujeres del mundo, y lo hagan de una manera feliz37.

Esa es nuestra dirección. Ese es nuestro desafío. Cada persona es lo que es y está donde está por una combinación de elecciones que dirigen su vida cada día. La responsabilidad de dirigir no solo es para nuestra propia vida, sino también para las vidas de otras personas que puede que estén buscando la luz. A medida que construyamos un barco que sirva para navegar y sigamos un rumbo correcto, muchos veleros navegarán a salvo a través de aguas turbulentas hacia el pacífico puerto gracias a la luz constante que emite la proa de nuestra embarcación. Al considerar nuestra responsabilidad hacia otras personas me siento inspirada por las palabras del himno:

Brillan rayos de clemencia del gran faro del Señor,

y Sus atalayas somos, alumbrando con amor.

Estribillo

Reflejemos los destellos por las olas de la mar;

al errante marinero ayudemos a salvar.

Tenebrosa es la noche, rugen olas de furor,

y con ansia todos buscan ese faro protector.

Estribillo

Reflejemos los destellos por las olas de la mar;

al errante marinero ayudemos a salvar.

Estribillo38

El élder Neal A. Maxwell escribió recientemente: “Mientras otras luces parpadean y se apagan, la luz del Evangelio arderá aun más brillante en un mundo que se va oscureciendo, guiando a los humildes, pero irritando a los culpables y a quienes prefieren el anochecer de la decadencia”39.

Ahora, mis queridas hermanas, que nuestras luces brillen sin vacilar a medida que hacemos que alumbren la orilla. Que cada una de nosotras tienda su mano y llegue a las otras. Que ayudemos a llevar las cargas las unas de las otras. Si cooperamos, podemos vencer grandes dificultades. Regocijémonos las unas con las otras. Puede ser solo una sonrisa, una nota, una llamada, una palabra de aliento que diga: “Me importa; comprendo; estaré contigo y te ayudaré”. Estas son medidas que salvan vidas en tiempos de tormenta.

Recientemente tuve el privilegio de leer parte de una bendición que recibió una de nuestras hermanas y que decía que su vida pasaría por un período de tiempo en que vería una gran devastación, y que se la llamaría a entrar en los hogares de los que se lamentan, de los que sufren, de los enfermos y afligidos, para ministrarlos, para vendar sus heridas y darles aliento.

Creo que todas hemos sido llamadas a ministrar a quienes están necesitados, a vendar no solamente sus heridas físicas, sino también sus heridas espirituales, heridas sociales, heridas que están escondidas, enconadas a veces hasta que alguien se preocupa lo suficiente como para alumbrar la orilla.

Estos son asuntos de consecuencias eternas y nosotras podemos, si lo deseamos, esforzarnos lo suficiente como para experimentar un despertar de cosas que hemos sabido antes. Recuerden, el presidente Kimball dijo:

En el mundo preterrenal, a las mujeres fieles se les dieron ciertas asignaciones, mientras que a los hombres fieles se les preordenó para determinados deberes del sacerdocio. Aunque ahora no recordemos los detalles, ello no altera la gloriosa realidad de lo que un día nos comprometimos a hacer. Nosotros somos responsables de aquellas cosas que hace mucho se esperó de nosotros, tal como lo son los hombres a los que sostenemos como profetas y apóstoles40.

Es mi ferviente y humilde testimonio que los cielos están muy abiertos para las mujeres en la actualidad. No se cierran a menos que nosotras mismas, por nuestras elecciones, los cerremos. Y esta realidad puede ser tan evidente como en cualquier época del pasado. Al leer acerca de la gran espiritualidad de las mujeres del pasado y darme cuenta de cómo se comunicaba el Señor con ellas, me emociono con las manifestaciones espirituales que han acompañado sus misiones en la vida, literalmente un poder que es evidencia de la voluntad de Dios que se dio a conocer por medio de ellas. Pienso en Eliza R. Snow, de quien Joseph F. Smith dijo: “No anduvo con luz prestada, sino que hizo frente a la mañana inquebrantable e impertérrita”41.

El Espíritu me susurra que hay Elizas R. Snows entre nosotras incluso hoy en día, y puede haber muchas, muchas más. Podemos atraernos las bendiciones del cielo por medio de la obediencia a la ley. Estas divinas y sagradas bendiciones no están solamente reservadas para los demás. Las visiones y revelaciones vienen por el poder del Santo Espíritu, y el Señor ha dicho: “… y de cierto sobre mis siervos y sobre mis siervas en aquellos días derramaré de mi Espíritu, y profetizarán”42.

Ahora, avancemos con la fe, la visión, la dirección y la resolución de acatar las leyes que nos aseguren esas bendiciones, no solo para nosotras y nuestras familias, sino para todos los hijos de Dios en todo lugar.

Al salir de esta conferencia, que cada una de nosotras sienta profundamente el poder y la fortaleza y la influencia para bien de nuestra resolución colectiva y unida. Con renovada determinación y confianza y compromiso a los convenios que hemos hecho, lleguemos a ser verdaderamente y en todas las cosas “mujeres de Dios”. Avancemos con fe y confianza, y preparémonos para el noble llamamiento del que habló el Profeta: ser mujeres rectas durante las escenas finales en esta tierra antes de la segunda venida de nuestro Salvador.

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Dejarse llevar, soñar, dirigir, En el Púlpito, accessed 28 de marzo de 2024 https://www.churchhistorianspress.org/at-the-pulpit/part-4/chapter-41