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Al más pequeño de estos

Una grabación original de este discurso está disponible en churchhistorianspress.org (por cortesía de la Biblioteca de Historia de la Iglesia).

Conferencia General de la Sociedad de Socorro

Tabernáculo, Manzana del Templo, Salt Lake City, Utah

28 de septiembre de 1950


Margaret Aird Cummock Pickering (1891–1976) pasó gran parte de su vida organizando y coordinando labores esenciales para las instituciones al prestar servicio como secretaria o secretaria-tesorera en varias organizaciones. Nació y se crio en Salt Lake City, asistió a la Universidad de los Santos de los Últimos Días, al Colegio Universitario de Agricultura de Utah y a la Universidad de Utah1. Contribuyó a los programas de la Iglesia mucho antes de prestar servicio en la Mesa Directiva General de la Sociedad de Socorro. Primero trabajó para la Asociación de Mejoramiento Mutuo de Jóvenes y Señoritas, cuya oficina central estaba en el Edificio del Obispo, al otro lado de un largo pasillo de las oficinas de la Sociedad de Socorro. Luego trabajó durante varios años en el departamento editorial de Improvement Era, una revista oficial de la Iglesia que se ubicaba en el mismo edificio2. En 1917 contrajo matrimonio con Harold W. Pickering3. Antes de unirse a la Mesa Directiva General de la Sociedad de Socorro en octubre de 1945, sirvió también como secretaria-tesorera tanto de la Sociedad de Socorro del Barrio Dieciocho de Salt Lake City Sur como de la Sociedad de Socorro de la Estaca Ensign4.

Ávida participante en labores de servicio, la hermana Pickering fue voluntaria en varias agencias locales y estatales en Salt Lake City antes y después de unirse a la Mesa Directiva General. Ella fue la primera secretaria ejecutiva del Centro Cívico de Mujeres, la primera secretaria de la Sociedad para la Salud Mental del Estado de Utah, miembro del comité ejecutivo de la Caja Comunitaria y, durante diez años —incluso durante la Segunda Guerra Mundial—, directora de la sección de la Cruz Roja Americana en el condado de Salt Lake5. Durante su servicio como Secretaria-Tesorera General de la Sociedad de Socorro entre 1945 y 1956, la hermana Pickering se encargaba de la pesada carga de la correspondencia y viajaba por toda la Iglesia para asistir a las convenciones de estaca de la Sociedad de Socorro6.

La labor de servicio de la hermana Pickering en la Sociedad de Socorro comenzó durante los primeros años de la Guerra Fría, una época marcada por el miedo y la inseguridad. Tres meses antes de que la hermana Pickering pronunciara este discurso, Estados Unidos entró en la Guerra de Corea. Desde un punto de vista militar, el país no estaba preparado para luchar en una guerra en Corea. Muchos veteranos se habían dado de baja del servicio militar al final de la Segunda Guerra Mundial, dejando mermadas a las fuerzas armadas. A fin de ahorrar dinero, el Pentágono era lento a la hora de contratar reemplazos, y el personal nuevo era inexperto7. El gobierno respondió a esa crisis con el anuncio poco popular de que planeaba llamar a filas a ochenta mil hombres al mes durante los tres primeros meses de 19518. La Guerra de Corea también hizo que aumentara el temor de los estadounidenses al comunismo y a los partidarios comunistas9. Esta amenazadora atmósfera era el telón de fondo cuando la hermana Pickering pronunció el siguiente discurso sobre el servicio caritativo en el Tabernáculo de Salt Lake durante una Conferencia General de la Sociedad de Socorro.

Mis queridos hermanos y hermanas, el título de este discurso que voy a dar esta tarde lo he tomado de Mateo, capítulo veinticinco, y trata del juicio final, cuando el Hijo del Hombre vendrá en toda Su gloria y todas las naciones serán recogidas ante Él, y Él separará las unas de las otras como el pastor separa las ovejas de los cabritos, y dirá a los que se hallen a Su diestra:

Venid, benditos de mi Padre, heredad el reino preparado para vosotros desde la fundación del mundo.

Porque tuve hambre, y me disteis de comer; tuve sed, y me disteis de beber; fui forastero, y me recogisteis;

estuve desnudo, y me cubristeis; enfermo, y me visitasteis; estuve en la cárcel, y vinisteis a mí.

Entonces los justos le responderán, diciendo: Señor, ¿cuándo te vimos hambriento y te sustentamos?, ¿o sediento y te dimos de beber?

¿Y cuándo te vimos forastero y te recogimos?, ¿o desnudo y te cubrimos?

¿O cuándo te vimos enfermo o en la cárcel, y fuimos a verte?

Y respondiendo el Rey, les dirá: De cierto os digo que en cuanto lo hicisteis a uno de estos, mis hermanos más pequeños, a mí lo hicisteis10.

Durante los ciento ocho años de existencia de la Sociedad de Socorro, el servicio caritativo —la tierna asistencia inspirada en el amor que las mujeres, por su propia naturaleza, están singularmente capacitadas para proveer— ha sido una parte integral de su programa11. De hecho, la Sociedad de Socorro tuvo su origen en el interés por el bienestar del grupo inmediato en el que vivían los santos y, desde ese momento hasta el presente, la Sociedad de Socorro ha dado al mundo el testimonio de fe que este tanto necesita: una gran demostración práctica de amor fraternal a través de los millones de visitas amistosas para llevar alegres mensajes que promueven la fe, a través del cuidado a los ancianos, los necesitados, los enfermos y los que están confinados, y a través del servicio compasivo en el momento de la muerte. A lo largo de los años se ha hecho hincapié en diversos aspectos de ese servicio, según las necesidades de los tiempos. En los primeros años de la Sociedad de Socorro, tanto en Nauvoo como posteriormente en el Oeste, ocuparse de las necesidades físicas o temporales de los santos era de suma importancia —hacer prendas de vestir y ropa de cama, cuidar de los enfermos y compartir las escasas provisiones— porque las cosechas limitadas y las inclemencias del tiempo en la frontera del Oeste hacían que fuese necesario. Sin embargo, durante aquellos años no se olvidaron las necesidades espirituales y, a medida que conquistaban el desierto y las necesidades temporales se volvieron menos agudas, la Sociedad de Socorro continuó ministrando las necesidades espirituales de las hermanas. Hasta el momento de la inauguración del plan de bienestar, mediante el cual se cubren las necesidades temporales de los Santos, la Sociedad de Socorro continuó proveyendo directamente algunas de esas necesidades bajo la dirección de los obispos12. No obstante, durante la última década los esfuerzos de la Sociedad de Socorro han pasado de suplir directamente dichas necesidades a ayudar a producir asignaciones de bienestar y a ocuparse más ampliamente del hambre espiritual de las mujeres.

Para mí, todo esto es un testimonio del origen divino de esta organización: que se establece para prestar servicio como, cuando y donde sea más necesario. Nunca en la historia de la civilización se han sentido las personas de todas las edades y en todas las naciones más preocupadas, inseguras, confundidas y temerosas. Nunca ha tenido el mundo mayor necesidad de un testimonio de fe a través de demostraciones prácticas de amor fraternal. Ahora la Sociedad de Socorro tiene una gran oportunidad. No hace mucho bien hablar de cosas tales como la “humanidad”, la “democracia” y la “hermandad del hombre” a menos que podamos hacer uso de ellas y ponerlas en práctica con nuestros vecinos, ya que es ahí donde comienza la concordia y la hermandad internacional de los hombres. El profeta José dijo en una de las primeras reuniones de la sociedad: “Limítense sus obras principalmente a los que se hallan a su alrededor, dentro del círculo de sus conocidos”13.

La Sociedad de Socorro, mediante el precepto y el ejemplo durante más de cien años, ha procurado ayudarnos a desarrollar las fuerzas de nuestra propia naturaleza con las cuales podemos enriquecer la vida de los demás y, al hacerlo, enriquecer nuestra propia vida. Al grado que nosotras, a nivel individual, participemos activamente en ministrar “al más pequeño de estos”, hasta ese punto se ha fortalecido la organización por medio de las personas. Aunque la Sociedad de Socorro solo registra oficialmente las visitas y los actos de servicio autorizados por el Presidente, está al tanto de que solamente el Maestro conoce muchos de los conmovedores actos de servicio de nuestras hermanas que han sido un bálsamo para el alma y, más allá de la llamada del deber, es a esos servicios a los que me refiero específicamente14.

Si bien las maestras visitantes —a través de sus visitas mensuales— tienen extraordinarias oportunidades para encontrar a las personas que necesitan especial atención y discernir las maneras de brindar ayuda, en cada vecindario hay muchas personas mayores, enfermas, solas o angustiadas —algunas son miembros de la Iglesia, otras no— que no tienen carencias temporales pero necesitan el interés amable, la seguridad y la paz interior. No hay nadie más capacitada para ocuparse de esas necesidades que amables y fieles vecinas Santo de los Últimos Días, hermanas de la Sociedad de Socorro respaldadas por la tradición de un siglo de servicio compasivo y de comprensión para inspirarlas y guiarlas. La presidenta Spafford se ha referido al servicio caritativo como “el corazón de la Sociedad de Socorro —la palabra amable, el rayo de esperanza, el cálido apretón de manos”15. Es el estímulo constante de ese corazón, mediante la sinceridad y la frecuencia en que lo usamos, lo que aumenta la circulación de la esperanza, la alegría, el amor fraternal y la fe en Dios en el mundo hoy en día, y lo que produce un brillo cálido y apacible en las almas de los hombres en la misma proporción que la cantidad de estímulo que se aplica.

¿Qué hay de las ancianas de su vecindario, algunas de las cuales no ven muy bien, que apreciarían una animada visita, una hora de lectura o de ayuda para escribir una carta, o que se las acompañara a la Iglesia o a un espectáculo? ¿Y de la persona confinada en casa por quien podrían hacer algún mandado o las compras? ¿Qué hay de la madre de su vecindario cuyo hijo ha sido llamado a la guerra y está deprimida, o la joven esposa cuyo esposo se ha alistado en el servicio militar y está confundida y disgustada en cuanto a lo que le depara el futuro? ¿O la persona que acaba de llegar y se siente fuera de lugar o sola, tal vez uno de nuestros propios conversos de un país extranjero que tiene dificultades con nuestro idioma y nuestras costumbres y necesita que se le expliquen?

¿Qué sucede con el enfermo crónico a quien un rostro sonriente y una perspectiva fresca brindarían una nueva esperanza? ¿O un niño que ha de guardar cama por un largo período de tiempo a causa, por ejemplo, de una fiebre reumática, a quien le haría feliz una galleta o un postre sencillo? ¿Y qué hay de quedarse de vez en cuando una tarde o una noche con los hijos de una vecina que casi nunca sale porque no puede pagar a una niñera? Si solamente abrimos los ojos, hay infinidad de oportunidades alrededor nuestro para mostrar amor de hermanas.

Hace poco leí un pequeño párrafo sobre la magia de dar en relación con un artículo sobre cómo vencer la soledad. Decía así:

Para vencer la soledad, debes entregarte. ¿Tiendes tu mano a los demás de manera amable y servicial? ¿Haces sacrificios personales? ¿Visitas a los enfermos, haces trabajo social o prestas ayuda y consuelo de algún otro modo a los que son menos afortunados que tú? Es fácil contribuir con dinero o firmar un cheque pero, ¿qué entregas con ello de tu corazón? Si vas más allá de los gestos rutinarios de amabilidad, estableciendo así un vínculo de compasión y afecto por otras personas, es imposible que estés sola16.

Sí, el servicio caritativo beneficia y bendice tanto al que lo realiza como al que lo recibe. En estos tiempos, cuando los hogares se rompen y los planes se alteran de nuevo por la llamada de nuestros jóvenes al servicio militar, con el espectro de la guerra cerniéndose sobre nosotros, hay gran necesidad de acelerar nuestros actos de servicio caritativo, no solo como un medio para alentar y ayudar a nuestros vecinos, sino para aumentar nuestra propia fe y apaciguar nuestros propios miedos, porque siguiendo así el ejemplo de nuestro Salvador seremos fortalecidas y podremos decir con David de antaño: “El día en que tema, yo en ti confiaré”17.

Que podamos hacerlo, es mi oración, en el nombre de Jesucristo. Amén.

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